Pilar Calveiro
>> martes, 9 de junio de 2009
El testigo narrador
“Debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan” (Sontag: 133)
En Dirección única, Walter Benjamín describía irónicamente la “técnica del crítico” como una actividad consistente en “destruir (y se podría agregar aunque sea con el ánimo de rescatar) un libro citando unas cuantas de sus frases.” (Benjamín, 1987: 46). Trataré de tomar en cuenta la advertencia del autor para hacer una lectura posible de El narrador sin destruirlo. Con este objeto, intentaré adentrarme un poco en su idea del empobrecimiento de la experiencia y de la narración –como transmisión de la misma- y en la forma en que esta afirmación se ha retomado recientemente de manera engañosa, como argumento para desechar la importancia de la experiencia y, sobre todo, de su comunicabilidad en la comprensión de los hechos traumáticos de la historia reciente .
Ya en un texto previo, Experiencia y pobreza, de 1933, Benjamin afirmaba que en la Primera Guerra, las personas habían tenido “una de las experiencias más atroces de la historia universal… (Sin embargo) volvían mudas del campo de batalla… más pobres en cuanto a experiencia comunicable… (indefensos) en un paisaje en el que todo menos las nubes había cambiado” (Benjamín, 1994: 167-168). O sea, no desaparecía la experiencia, que era atroz, pero se hacía incomunicable; la experiencia vivida (Erlebnis) no se transformaba en experiencia transmitida (Erfahrung) en las sociedades individualistas de la modernidad (Traverso: 68). Y esta pérdida no está referida al carácter atroz de lo vivido, sino a la extraordinaria modificación del mundo del que proviene y en donde debería inscribirse, lo que impide su significación. En efecto, en la primera posguerra todo había cambiado, “la imagen del mundo exterior como la del ético sufrieron, de la noche a la mañana transformaciones que jamás se hubieran considerado posibles”, que implicaban un “enorme desarrollo de la técnica” y “la sofocante riqueza de las ideas” (Benjamín, 1991: 112). Como “reverso” inseparable de ello, Benjamín advertía la retirada de “la facultad de intercambiar experiencias” (Benjamín, 1991: 112). Es decir, mucha técnica, muchas ideas y una “pobreza de experiencia” que “no hay que entenderla como si los hombres añorasen una experiencia nueva. No; añoran liberarse de las experiencias…No siempre son ignorantes o inexpertos. Con frecuencia es posible decir todo lo contrario: lo han devorado todo, la ‘cultura’ y ‘el hombre’ y están sobresaturados y cansados… (y) Al cansancio le sigue el sueño”. Pero, mientras están somnolientos “la crisis económica está a las puertas y tras ella, como una sombra, la guerra inminente” (Benjamin, 1994: 172).
Así Benjamin parece advertir el intento de los hombres por “liberarse” de la “atroz experiencia” de la guerra, a causa de un “cansancio” que los adormece y les impide comunicarla, “intercambiar experiencias”, mientras los amenaza otra “guerra inminente”. El hombre, con su “minúsculo y quebradizo cuerpo humano”, “rodeado por corrientes devastadoras y explosiones” (Benjamin, 1991: 112) había enmudecido por una experiencia que no podía, no sabía o no quería nombrar.
Y sin embargo, después de estos textos de 1933 y 1936, e incluso después de las atrocidades repetidas por el advenimiento de esa “guerra inminente” que replicó y multiplicó las experiencias atroces de las que los seres humanos querían liberarse, esos mismos seres humanos realizaron extraordinarios esfuerzos por narrar y hacer comunicables incluso las más dolorosas y limítrofes de esas experiencias. A mi modo de ver, no se pueden entender de otra manera las obras de Primo Levy o de Jean Améry, por ejemplo. No creo que su palabra pueda asociarse a la “marea de libros de guerra” ajenos a la “transmisión de boca en boca” (Benjamín, 1991:112) que rechazaba Benjamín. Propongo, en cambio, que ese tipo de material, memorioso y fuertemente testimonial, funciona en relación con las experiencias traumáticas como narración, es decir, como intento de recuperación de éstas, con miras a su transmisión o “pasaje”, que recrea a la vez que conserva los sentidos de la experiencia vivida.
Los rasgos de la narración
Benjamín presenta la narración como el relato de historias memorables, que se construyen a partir de la experiencia propia o transmitida. Recuperan “lo inolvidable” de lo vivido y también lo sabido de oídas, para transmitirlo de boca en boca, en una interacción que comprende la palabra pero involucra también el ojo, la mano y el alma de los involucrados: uno que cuenta y otros que escuchan y memorizan para ser capaces, a su vez, de contar y conservar la historia dejando su propia marca. En cada relato, la huella del narrador queda adherida a la narración previa, formando una serie de capas traslúcidas de las múltiples versiones sucesivas. Es decir, el narrador de Benjamín no piensa desde afuera de su experiencia -como propone Beatriz Sarlo para la literatura (Sarlo: 166)- sino que la hace jugar, la acopla con otras, dejando abierta la posibilidad de nuevas e interminables superposiciones y recreaciones.
La narración incluye lo extraordinario o prodigioso con gran precisión y, al mismo tiempo, tiene una orientación hacia lo práctico, hacia lo ejemplar, aunque sin buscar lo directamente explicativo. Epica: Héroe/ víctima (F: 71)
A diferencia de la historia, o incluso de la novela, no se construye en torno a un héroe o un combate sino que, como la épica, toma muchos acontecimientos dispersos, en los cuales se señalan acciones justas o personajes “justos”, que suelen ser seres sencillos de los que ninguno encarna al justo por antonomasia. En este sentido, enseña la posibilidad del ser humano de oponerse a las fuerzas del mundo mítico. Estos rasgos hacen que conserve una “capacidad germinativa” de largo plazo.
Buena parte de estos rasgos aparecen en un género particular de relato de las experiencias, en especial las traumáticas, como es la serie testimonial que recogen los trabajos de la memoria social. En ellos se puede identificar el relato de historias memorables a partir de experiencias propias o transmitidas; la voluntad de contarlas para conservarlas, en actos que involucran la palabra, el ojo, la mano y, sobre todo el alma; la gran precisión “detallista” en búsqueda de lo ejemplar pero con cierta perplejidad y escasa intención explicativa; la dispersión de acontecimientos y personajes y, sobre todo, la posibilidad del ser humano de oponerse a las fuerzas “ciegas” del mito o, en otros términos, del poder que se pretende inexorable y que los mismos testimonios se encargan de desmentir.
No se trata aquí de intentar una correspondencia punto por punto entre las figuras del testigo y el narrador, imposible, pero sobre todo estéril. Se trata más bien de interrogarnos por qué, si el testimonio y su recuperación en los trabajos de la memoria tienen estos puntos de contacto con la narración son sin embargo cuestionados, desde cierto debate académico, en particular historiográfico, por criterios de validez propios de una construcción diferente, la informativa, cuyas características principales serían la transmisión suscinta del asunto en sí, la pronta verificabilidad, lo novedoso de la aportación y su potencial explicativo. ¿Por qué remitir un texto narrativo a lo informativo? ¿Qué proporciona cada uno de ellos para el saber académico y cuáles son los “peligros” que el material testimonial comportaría?
Historias
Como no podía ser de otra manera, los esfuerzos de transmisión y pasaje de las experiencias traumáticas del siglo XX -su narración en el sentido benjaminiano- han discurrido principalmente por los senderos de la memoria en general, y del testimonio como su herramienta privilegiada. Poco a poco, han ido construyendo una memoria colectiva con reconstrucciones e interpretaciones del pasado que tocan los bordes del relato propiamente historiográfico. Aunque estructurados de otra manera, van construyendo “verdades históricas” independientes de la “vigilancia” epistemológica de las disciplinas.
Algunos historiadores ven con preocupación la posición marginal de los especialistas (no hay que olvidar la vocación de “relato oficial” que subyace en la historia), frente al predominio de relatos interpretativos, de fuerte resonancia social y política que, aunque autónomos del campo disciplinar, encuentran una fuerte validación social. Pero no es raro que así haya ocurrido. Como los historiadores más tradicionales reclaman un campo disciplinar cuyo “objeto” de estudio es el pasado, cuando éste es demasiado cercano no conforma el “objeto frío” necesario para construir las interpretaciones “relevantes” que presupone esa visión de la historia. Por lo mismo, historiadores tradicionales e incluso otros que no lo son tanto, se resisten a la “falta de sistematicidad” del relato memorioso, carente de fuentes documentales suficientemente convalidadas, de dispositivos de control y crítica adecuados y tratan de resolver este problema con un enfoque disciplinar que los “proteja” de las limitaciones de la memoria. En este sentido, me referiré especialmente a algunas de las aportaciones que aparecen en el libro Historia reciente, coordinado por Marina Franco y Florencia Levin. El mismo reúne miradas y discusiones particularmente interesantes, aunque no necesariamente coincidentes. Mientras las coordinadoras de la publicación, así como otros investigadores participantes, centran su atención en las posibilidades de articulación del discurso histórico y la narración testimonial, otros autores parecen contraponerlos desde una mirada fuertemente disciplinar.
Sin duda, toda forma de reflexión sobre pasados traumáticos compartidos puede contribuir a su comprensión y a su narración –entendida como transmisión del experienciar (Pittaluga: 147) social- pero lo que llama la atención de algunas miradas históricas es su énfasis en diferenciarse de la memoria y el testimonio, señalando las limitaciones de éstos y pretendiendo subsanarlos desde la disciplina..
Por ejemplo, sorprende que Enzo Traverso –cuya producción es particularmente relevante para la comprensión de fenómenos como el nazismo y otras violencias del siglo XX- convoque a la historia, “para existir como campo del saber”, a “emanciparse de la memoria, no rechazándola sino poniéndola a distancia”. Para ello debería “pasarla por el tamiz de una verificación objetiva (¡!), empírica, documental y fáctica, señalando si es necesario, sus contradicciones y sus trampas”. Propone asimismo que “el historiador es deudor de la memoria pero actúa a su vez sobre ella, porque contribuye a formarla y a orientarla” (Traverso: 74, 76, 78).
En sintonía con esta preocupación formadora y orientadora, vale la pena señalar la observación de Grele, en el sentido de que en las entrevistas sobre el pasado reciente “se invierte en cierto sentido ‘la relación de poder’” entre el entrevistador y el entrevistado, quien se coloca en el lugar de “aquel ‘que sabe’”. ¿En qué sentido el “saber” del entrevistado podría constituir un problema? Es indudable que el entrevistado sabe algo que nosotros desconocemos; si no fuera así no nos interesaría entrevistarlo. Pero ese saber no cancela los otros y sólo puede constituirse en problema si el académico no reconoce más que un lugar del saber (por lo regular el suyo), que se traduce en una relación de poder. Parece en cambio evidente que entrevistador y entrevistado saben, pero saben cosas distintas que se reclaman mutuamente.
Asimismo, otros autores señalan que “es imprescindible insistir en que estos ejercicios de memoria, por sugerentes que resulten, no nos autorizan a desconocer el ‘punto ciego’, que constituye esa zona siempre difusa y lábil que separa la experiencia vivida de lo que recordamos y podemos narrar de ella”. Por eso, el testimonio no podría bastarse a sí mismo dada su imposibilidad de demostración (donde no sorprende el señalamiento de las limitaciones del testimonio sino la suposición de que la historia vendría a subsanarlos con una supuesta capacidad de demostración carente de puntos ciegos) (op. cit.: 164).
Más frecuente aún es la afirmación de que “tras haberse establecido la verdad jurídica... a partir de los testimonios... se ha consagrado la legitimidad de la palabra de las víctimas y la ‘verdad histórica’ sin las objeciones de dicha palabra” (op.cit.: 1699). En esta misma línea de “validación” del testimonio como verdad jurídica, pero de dudosa legitimidad para la explicación o la reconstrucción historiográfica se encuentra la argumentación de Beatriz Sarlo quien –desde un ámbito diferente del conocimiento pero posicionándose supuestamente en la perspectiva histórica- critica la existencia de “una narración memorialística (que) compite con la historia” (Sarlo: 94). Sin embargo, de lo recogido hasta aquí parecería ocurrir exactamente lo inverso: se constituyen primero una serie de relatos desde la memoria que no compiten con nada sino que llenan un vacío, relatos de alta densidad política en tanto comprenden determinada mirada histórica. Es cierto discurso académico el que afirma que tales relatos deben ponerse a distancia, formarse y orientarse por parte de un saber más estructurado, sistemático y confiable. En palabras de Elizabeth Jelin, la memoria – a la que reconoce su creatividad y productividad- sería un “objeto de disputa y objeto de estudio, inclusive de la propia disciplina de la historia” (Jelin: 337).
Los testimonios y los ejercicios de la memoria se convierten así en insumos de la investigación histórica que realizará la verificación objetiva, contrastará los testimonios, señalará sus contradicciones y sus trampas, cubrirá sus puntos ciegos para construir argumentos demostrables, con grados aceptables de verificación; es decir convertirá la narración en información (novedosa, verificable y explicativa). Pero entonces, ¿cuál es el objeto de disputa?: la validez social de una y otra en la construcción de la memoria colectiva que hay que “formar y orientar” mediante el relato histórico. Obviamente, con sus implicaciones políticas. Desde otro punto de vista, se podría pensar en hacer una historia que no clasifique, califique y compita con las memorias sino que las acoja en tanto narraciones, como elemento iluminador para descubrir algunas de las claves de sentido de los actores, en particular las que refieren a la resistencia.
Se apiada del dolor de los demás
La voluntad de la historia por construir el relato social y, por lo regular, oficialmente aceptado es paralela a su desarrollo como disciplina. En este sentido, no es extraño su celo por disputar ese lugar a los relatos que arma la memoria.
Pero hay algo más en este debate, que concierne no tanto a la memoria del pasado reciente de los años setenta sino a nuestro propio presente. Hay algo más en esta preocupación por procesar la narración para convertirla en información “verificable”, a “distancia de la memoria”, que fue construida desde la “legitimidad de la palabra de las víctimas sin objeciones”.
¿Qué es lo que aparece en “la palabra de las víctimas” que no puede objetarse? Antes que cualquier pretensión de verdad última, que sería fácilmente refutable, hay sin embargo en esa palabra una verdad inobjetable y esa la experiencia del sufrimiento y el dolor, que sólo podemos atestiguar, como algo que nos deja impotentes: testigos de un dolor que excede nuestra propia experiencia y nos arrebata la posibilidad de “hacer algo” con “eso”. Dice Susan Sontag que “La sensibilidad moderna ... tiene al sufrimiento por un error, un accidente o un crimen. Algo que debe repararse. Algo que debe rechazarse. Algo que nos hace sentir indefensos... Es al parecer normal que las personas eviten pensar en las tribulaciones de los otros, incluso de los otros con quienes sería fácil identificarse (Sontag: 115).
En el caso del testimonio político, el sufrimiento no se refiere a un error ni a un accidente sino a un crimen. En consecuencia, la reparación ocurre a través del derecho, hecho lo cual, sólo cabría rechazarlo, precisamente porque nos hace sentir indefensos. Tal vez esto aclare el hecho de que, simultáneamente, se valide el testimonio como herramienta del derecho, para establecer la verdad jurídica, y se lo cuestione como instrumento para la construcción de la “verdad” histórica.
Pero, ¿por qué deberíamos acercarnos a ese sufrimiento, obligarnos a contemplarlo, abrir nuestro ojos y oídos a él? Una vez más Sontag puede ayudarnos, y dice: “Las narraciones pueden hacernos comprender” (Sontag: 104), y tienen mayor capacidad para “movilizarnos” que la imagen. Es decir, exponernos a ese relato que no necesariamente ofrece explicación, que nos vulnera y enmudece -si se lo permitimos-, puede precisamente movilizarnos en el sentido de la acción o en el sentido de la transmisión -inseparable de la comprensión-, como otra forma de acción. Ahora bien, si la historia pretende ser un mecanismo de comprensión y transmisión de los procesos colectivos debería revisar con mucho cuidado el papel que le asigna al material testimonial y a las reconstrucciones desde la memoria. Debería pensarlas no sólo como “fuentes” o insumos a “procesar” sino más bien como narraciones capaces de facilitar la comprensión y transmisión de sentidos múltiples, generalmente escurridizos para la investigación “fría”.
Así como la historia tradicional suele reclamar cierto distanciamiento temporal de los hechos para poder abordarlos, aunque con plazos menores, la memoria suele recurrir a mecanismos semejantes. También a nosotros, como personas y como sociedad nos ha llevado un tiempo “hacer memoria”.
Es más fácil observar los dolores pasados que los que ocurren contemporáneamente a nosotros. Y esto es así porque su confinamiento en otro tiempo –pero sobre todo en otras circunstancias- no nos confrontan con la necesidad de actuar o con nuestra impotencia. Hoy podemos hablar de las atrocidades de la Segunda Guerra –pero no demasiado de Hiroshima, Nagasaki y la amenaza nuclear- e incluso de las Guerras Sucias de los años setenta y ochenta en América Latina –aunque no demasiado de las responsabilidades de sectores civiles o políticos involucrados entonces y actualmente poderosos-. Esto no se debe tanto a la cantidad de años transcurridos sino más bien a los procesos relativamente cerrados, cuya observación e incluso condena, no nos confrontan con la impotencia y tienen una densidad política menor porque no refieren a relaciones de poder vigentes, en sentido estricto.
Por eso, al mismo tiempo que se registra cierta explosión de las prácticas de la memoria y el archivo de material testimonial, es escasa o casi nula la atención que se presta a los testimonios que se producen en este mismo momento sobre las atrocidades del presente, desconociendo su potencial narrativo, es decir, su intento de transmisión de sentido de las experiencias atroces de este tiempo y de las formas actuales del poder global.
En este rango entra el ya vasto material testimonial de sobrevivientes de Guantánamo y la red de prisiones clandestinas, supuestamente antiterroristas, sostenida por la CIA y los países de Europa Occidental. Incluso recientemente se produjo una película, Camino a Guantánamo, con el relato de tres sobrevivientes de esa red desaparecedora que está operando ahora mismo.
Sin embargo, hoy como ayer, ese material se recibe y se procesa como información a la que, en tanto tal, se le reclama una verificabilidad imposible, una potencialidad explicativa de la que sus protagonistas carecen y una novedad que lo hace rápidamente desechable. De esta manera cerramos la puerta al dolor de los demás, neutralizamos su potencial narrativo, es decir su capacidad de transmitir experiencias vitales únicas, de asignación de sentido no sólo de los hechos relatados sino de ciertas coordenadas del poder político imperante en el mundo actual, que nos competen en términos humanos, políticos y académicos.
Con frecuencia, se cierra el oído social que podría recoger, conservar y transmitir, dejando su propia huella; se cierra la puerta que, en cambio, podría abrir la comprensión de que nuestra cotidianeidad, más o menos confortable, comparte ese espacio del horror, se superpone con él y puede eventualmente alimentarlo. Como lo señalara Benjamín en los años 30, es una forma tal vez desesperada de “liberarnos de las experiencias” en lugar de comunicar unas con otras, de intercambiarlas en múltiples narraciones que, abriéndose al dolor de los demás, no sólo al propio, intenten comprender lo que nos está ocurriendo.
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